sábado, 15 de junio de 2024

Todos somos extraños.

 


Por: 

Hugo Reyes Saab


Rara vez uso el intelecto para hablar de cine, siento que opaca la esencia; más bien recurro a la memoria de la piel, a las emociones que me generan las imágenes proyectadas en la pantalla, con ese método intento descifrar el acertijo, es más natural y espontáneo.

Por eso advierto: hay muchas revelaciones en lo que vas a leer; si no has visto "Todos somos extraños" (2023), del director británico Andrew Haigh, es mejor que te detengas, la veas, y después vuelvas aquí; no quiero que pierdas el gusto de asombrarte con esta película. 

Me es imposible mantener distancia de una propuesta cinematográfica que hechiza desde la primera toma, su banda sonora es hipnótica, inquietante y dulce, teje un bolero espectral con canciones pop de los años ochenta; nada está puesto al azar, ni las personas ni las cosas; sus giros logran confundirnos hasta hacernos preguntar en qué historia nos han metido; pero a pesar de la desorientación, es imposible no conmoverse ante unos diálogos intensificados por miradas, silencios y suspiros, que superan por mil lo que los actores dicen. 

La narrativa está estructurada en escenas cuyo elemento principal son puertas que se abren o cierran para acceder a lugares según la voluntad de los protagonistas; esta es la clave para entender las imágenes de sus rostros expectantes asomados a las ventanas, observándose en los reflejos de los vidrios con la esperanza de regresar a lugares y tiempos donde alguna vez fueron felices; se percibe su ansiedad en el aire. Es un simbolismo que representa los filtros que tenemos para observar la realidad, o para recrearnos en las ficciones que inventamos —y se terminan por creer— de nosotros mismos.

Estas atmósferas sutiles nos llevan al universo de "El sexto sentido" (1999), del director y productor indio M. Knight Shyamalan, pero con una premisa inversa; si en esa película, Cole, el niño angustiado le confiesa en secreto a su psicólogo que él ve “gente muerta”; Andrew Haigh, en su cinta, nos revela el suyo: que él va a mostrarnos cómo es la gente viva. 

El protagonista de la historia es Adam, un escritor sombrío que vive en un edificio nuevo, poco habitado, en las afueras de Londres. Trabaja en un guion basado en su infancia. Mientras busca algo para comer de su nevera, una alarma de incendio lo hace salir a la calle. Afuera, nos damos cuenta de que él no es el único habitante del edificio, ya que otro hombre lo mira desde una de las ventanas de la enorme estructura que permanece a oscuras. De vuelta en su casa, Adam escucha el timbre y abre para darse cuenta de quien lo observaba es Harry, un vecino que se le presenta borracho, y con botella en mano, pidiéndole que lo deje entrar; para lo que sea. Entabla con él una conversación incómoda, le confiesa que no soporta la soledad, ni mucho menos el “silencio” del edificio. Le dice que "sospecha que las ventanas están aseguradas para impedir que la gente salte al vacío pues el reguero de cadáveres podría arruinar el negocio de ventas de la inmobiliaria". Adam se niega a recibirlo, y con frialdad cortés, le cierra la puerta cuando Harry le dice que “siente vampiros rondando su puerta”.  

Esta poderosa comparación usada por el director para referirse al mundo contemporáneo, semejante a una mole de cemento con múltiples ventanas y pocas luces encendidas, habitada por seres solitarios y angustiados, sin posibilidades de escaparse porque se arruinaría el decorado, me plantea las siguientes preguntas: ¿estamos vivos o más bien muertos cuando ponemos la indiferencia por encima de la compasión? ¿En la soledad actual, habrá alguna posibilidad para el amor si le impedimos la entrada cuando alguien se acerca a confesarnos su desaliento? Es más fácil poner la cara dura que admitir que estamos agonizando, que tenemos miedo, que queremos ser amados —y hacerlo también—, de acuerdo con nuestra naturaleza.

"Todos somos extraños", rompe con las barreras espacio temporales; ¿acaso el amor no es así? Se la juega al poner sobre la mesa la posibilidad de llevarle la contraria a la cronología lineal y mezquina de la vida. Abre un bucle por donde nos podemos colar en ese sitio donde se crían los males de la humanidad, donde se hacen los nudos en el corazón de las personas —que tanto duelen—, y explora la posibilidad de que allí sea donde se puedan solucionar.

Adam inicia un viaje hacia el pasado tomando un tren que lo llevará al barrio de su infancia; regresa al parque de sus juegos, cruza un bosque, llega a un campo con hierba amarilla y seca, se ven los techos de las casas a lo lejos, cierra los ojos y respira profundo; al abrirlos, la tonalidad de la luz cambia, todo reverdece, él ha vuelto. Usando los giros a los que ya nos tiene acostumbrados el director, un hombre le hace señas a Adam desde lejos en lo que parece un cruising, él lo invita a seguirlo; el coqueteo es un equívoco, pues el extraño resulta ser su padre. ¿Acaso Freud no dice que los padres son el primer referente de nuestros amores? 

Él lo lleva a casa, toca el timbre, la madre abre, y reconoce a Adam por la mirada; es un reencuentro surreal pues todos lucen de la misma edad. Por algo el inconsciente siempre es descrito como un lugar sin tiempo. Ya sentados a la mesa, compartiendo un whiskey, su padre lanza esta frase: “los escritores saben menos de la vida real que el resto de las personas”, y qué fortuna que sea así, pues por eso, Adam es capaz de guiarse por una senda donde sus fantasmas tendrán la oportunidad de decirse todo lo que no se pudo, y de saldar lo pendiente. Cada viaje de regreso en tren para encontrarse con sus padres tiene el tinte de "2046 - Los secretos del amor" (2004), del escritor y director chino-hongkonés Won Kar Wai, quien usa este recurso para describir la máquina del tiempo que en el futuro les servirá a los hombres para reparar los daños del pasado. Esta ida y vuelta del protagonista nos revela su dolor; al mismo tiempo nos descubre a Harry, su vecino, la cuarta ficha que entra a jugar en este triángulo familiar, un personaje que con su dulzura logra vencer la resistencia de Adam para entrar en su vida; la sinceridad, la vulnerabilidad y la ausencia de orgullo, priman en la relación de los cuatro. Los espectadores empezamos a sentir lo entrañable —e importante— que podría ser el tener estas conversaciones postergadas.

Adam vive un renacimiento, su personalidad reprimida por fin se despliega. Si se tiene en cuenta que el lenguaje puede ser curativo, cada palabra puesta por el guionista en boca de los personajes contiene la medicina más poderosa: su belleza narrativa es de una intensidad que duele, revela que hay algo equivocado en la manera como hemos decidido golpear la vida en vez de acariciarla.

Entonces vuelve la pregunta: ¿Cuándo se está vivo o cuándo se está muerto? Aquí lo “real” carece de importancia, lo que prima es la calidad de los sentimientos, la autenticidad con la que decidimos vivir. Con esta segunda premisa, el bucle que con maestría ha abierto "Todos somos extraños", empieza a cerrarse. El milagro del encuentro no puede durar mucho, perdería su encanto ante el peso de la vida cotidiana; hay que despedirse: la familia vuelve a sentarse a la mesa, pero ya no con un whiskey, sino con el menú especial de malteadas y hamburguesas del restaurante favorito de Adam, un lugar para él mejor que Disneylandia. Esta reunión no es un formulismo social, es el inicio de lo que quedó truncado y necesita reactivarse para que todos puedan continuar; hay que aliviar las cargas. Llega la hora de los te quieros, de los reconocimientos, de las súplicas de Adam para que no haya esta despedida que le resulta insoportable, y lo hace llorar. En un último intento, antes de que se cierre el portal, su madre le pide que se arriesgue con Harry, que, aunque sabe que va a tener que cuidarlo porque tiene una cara muy triste, espera que puedan ser felices. 

Adam va a buscar a Harry —y en otro guiño a la película de M. Knight Shyamalan—, él entra al ascensor y oprime el botón del sexto piso; es la primera vez que Adam baja a visitarlo pues los encuentros siempre han sido en su apartamento de los últimos pisos del edificio. Ve la puerta abierta, entra a la sala y siente un olor nauseabundo, algo ha pasado aquí: encuentra su cuerpo muerto en estado de descomposición; "los vampiros que rondaban a Harry” lo han eliminado. En esta impactante escena, la extrañeza queda revelada. El cadáver que yace en los pisos de abajo representa lo humano que se extinguió bajo el peso de los de arriba, los que creyeron ser superiores por estar ausentes de sí mismos y de los demás.

Ante este hallazgo, Andrew Haigh recurre a la magia del cine para resucitar a Harry; al darles otra oportunidad a estos dos hombres —o, mejor dicho, a la humanidad entera—, ellos desanudan su corazón, se vuelven presentes y cercanos, dejan de sentir pánico frente al otro; descubren el poder del afecto que evitará el tomar otras salidas que conduzcan a la confusión y a la tristeza. Amar será lo normal, no lo raro. "Todos somos extraños", con la última toma que proyecta antes de que salgan los créditos de la película, logra enviar el mensaje: juntos somos uno. Las estrellas solitarias nunca formarán constelaciones.


                                                          Para Leslie.

martes, 11 de junio de 2024

El revoloteo de los alcaravanes

 


Por:

Hugo Reyes Saab


 La literatura es una perfecta máquina del tiempo: con solo teclear unas palabras se materializan ante la imaginación mundos perdidos, épocas remotas, y los sitios de la nostalgia cobran vida, dispuestos a recibir a los curiosos. Marco Fidel Urbano Franco, en su libro "El revoloteo de los alcaravanes", es el crononauta que, gracias al artilugio de su técnica, describe con nitidez la época de la Bogotá de finales de los años cuarenta; esa que con su tinte sepia aviva el interés por buscarla en los rincones del centro de la ciudad donde todavía subsisten sus huellas. Sitios como el recién desaparecido café Saint Moritz, la Avenida Jiménez o el Pasaje Hernández, mantienen la memoria de una ciudad que pretendía ser, justo antes del Bogotazo, un Buenos Aires pequeñito. 

Marco Fidel se pasea por una ciudad rodeada por lo rural, donde todavía se escuchan los soplos del vapor de la locomotora 45 que parecen disparar las palabras: "mucho peso, poca plata, mucho peso, poca plata…", mientras se desliza con parsimonia por los rieles del ferrocarril de la sabana; un sonido que denuncia lo que es y será vivir en Colombia: pesará mucho y no dará plata. 

El día en que es asesinado Gaitán, el caudillo del pueblo, la gente la emprenderá contra los edificios de una ciudad oligarca que les ha negado acceso al sueño urbano de prosperidad. Mientras en el espacio público se saquea y se vandalizan los sitios de los ricos, en el íntimo se es testigo del drama del joven Silvestre, quien, en la madrugada del 10 de abril, se entera de la muerte de su madre, y debe ingeniárselas para regresar al pueblo de Oicatá para llegar a tiempo a su funeral.

La novela desata un suspenso que no afloja ni en el punto final, se percibe la angustia del protagonista que lamenta no haber podido visitar antes a su madre debido a que perdió el dinero del viaje en una apuesta callejera; la culpa aceita la dinámica de una aventura que involucra a muchos, pero que para el protagonista resulta ser un asunto de vida o muerte. El narrador es diestro para entrar en el universo y en el corazón de sus protagonistas; viaja a sus pasados sin perder el hilo, elabora analepsis impecables que regresan al presente con una historia más robusta para el lector.

"El revoloteo de los alcaravanes" es una obra rica en detalles, en giros, hace homenaje a la gente sencilla, a la que más allá de las filiaciones políticas es bondadosa y decente, la que mueve el mundo no para quemarlo sino para salvarlo, la que tomaba Mejoral para el dolor de cabeza y Kolcana para la sed; la que no tenía para comprar cerveza, pero sí chicha. El mayor acierto de esta novela es el guiño que hace a Juan Rulfo: imaginar a Silvestre llegar de noche al rancho de su madre, cojo, agotado y envuelto en una ruana, despliega una de esas atmósferas crepusculares del maravilloso Pedro Páramo. Es un homenaje total a la vida que nos inspiran nuestros muertos.

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